Con un pelín de incipiente barba, Roberto y yo nos habíamos inscrito en un curso por correspondencia sobre Jiu-Jitsu y defensa personal, a pagar en cómodos plazos. Cada vez que el profesor o quien fuera recibía la cuota, nos mandaba unos pocos folios, malamente impresos a multicopista y cosidos con una grapa. En realidad, nos vendía unos papeles, dado que ni había examen ni posibilidad de saber si progresábamos o no. Hace ya casi 6 décadas.
Esperábamos al cartero con impaciencia. El mismo día que nos llegaba la nueva lección, corríamos a practicar a un campo de mi abuelo. Entre vacas, peleábamos en la hierba contra supuestos peligrosos atacantes dispuestos a acabar con nosotros, cuidando de no caer —nosotros— sobre una boñiga fresca. Aun no se sabía nada de la guerra de las galaxias, de modo que los bandidos eran, generalmente, malvados orientales de ojillos oblicuos y mirada traidora.
Roberto, obviamente, era mi amigo, compañero de instituto y de alguna pirola, o sea, prescindir de alguna clase, por decirlo de alguna manera [1]. Sobre todo, de las de religión, que eran un auténtico coñazo, y las de formación del espíritu nacional, que al tipo aquel le daba igual el espíritu que lo nacional. Yo creo que, en el fondo, era un rojeras disfrazado de azul.
Roberto pertenecía a una de las mejores familias de aquel mi pequeño y feo pueblo minero. Su padre era ingeniero de la Franco Belga de Minas, la empresa más grande de la cuenca, y vivían a la salida del pueblo, en “los chalets de los ingenieros”. Disfrutaban de un jardín donde, dadas las precariedades de entonces, no se cultivaban rosas precisamente, sino prosaicas verduras en forma de coles, acelgas, puerros, patatas, lechugas y demás familia.
El chico tenía ciertos “valores añadidos”, aparte de su inteligencia, de la que andábamos los dos bien sobrados y parejos. Su mamá era francesa, con un apellido terminado en -eau, lo que le daba mucho glamour, y su hermano mayor, cura párroco de un pueblo vecino. El buen sacerdote solía dormir en el suelo, porque tenía la costumbre —mala costumbre— de regalar a los supuestos necesitados y a los que no lo eran tanto, los colchones que, una y otra vez, le compraba su mamá, dispuesta a no consentir vida tan precaria para su querido hijo.
No se vayan a creer que mi familia era mucho menos. Mi padre era un jefe de Altos Hornos de Vizcaya, la mayor empresa metalúrgica del norte de España, mi señora madre había tenido un taller de costura donde confeccionaban unas camisas preciosas, mi tía Mari era la comadrona-matrona del pueblo, o sea, la que aliviaba de su carga a la cigüeña, después de tan largo viaje. ¡Ah! Y mi hermano mayor había diseñado un martillo perforador sin válvulas, nada menos.
Volviendo al tema de las pirolas, nosotros no pasábamos el rato jugando al futbolín o dándole al naipe, no, ¡qué va! Roberto y yo acudíamos a una biblioteca municipal que había cerca del instituto o al Museo de Bellas Artes, ambos locales provistos de excelente calefacción.
En la biblioteca cultivábamos la afición a la lectura que nos había inculcado nuestro profesor del bachillerato. Descubrimos Tierra Vasca, una tetralogía escrita por Pío Baroja que nos parecía merecedora de un Nobel. O Ramoncho, interesante saga del país vasco-francés, de Pierre Loti. En el museo nos enteramos de que en nuestra tierra vasca teníamos pintores y escultores de excelente nivel: Manuel Losada, Zuloaga, Chillida o Remigio Mendiburo eran y son nombres lamentablemente desconocidos para la gran mayoría de mis paisanos, culturalmente inanes.
¡Lo que pueden dar de sí unas pirolas bien aprovechadas!
IMÁGENES: Algunas cosillas del jiu jitsu. Centro, el cartero cuando felicitaba las Pascuas, que ya no. Abajo, Museo de Bellas Artes de Bilbao.
[1] En gallego, la palabra tiene otro sentido. Aquí la usamos como “hacer novillos” o faltar a clase para pasarlo bien con los amigos o, mejor, con las amigas, que también.
4 comentarios:
Es fácil imaginarte danzando l por ahí para los que conocimos y conocemos tu pueblo y tu familia, que son mis tíos y mis abuelos. Un beso desde Nepal!
Muchas gracias por el envío. Aprendemos términos de otras naciones.
Para Guatemala, faltar a clase para ir a otra actividad divertida se llama "irse de capiuza"
Leí Pirolas y las plagas de Egipto.
Saludos felices fiestas de navidad y un año lleno de realizaciones, bendiciones y SALUD.
Gracias nuevamente
Darío Castillo (Guatemala)
En mis tiempos de la extinta EGB y BUP en Cataluña hacíamos campanas. En nuestro añorado Paraguay creo recordar que los alumnos se "hacían la rabona" y ahora mis alumnos en Chile se "hacen la cimarra". Perp me juego la tecla ñ del teclado que ni los unos ni los otros, esos tiempos de esparcimiento, los pasan en biblioteca alguna. Un abrazo.
Gracias, José Ignacio, por tan interesante aportación. Efectivamente, en cada país debe tener un nombre o tal vez más, eso de faltar a clase.
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